Miradas indiscretas. Las estrellas brillan, sonrientes. La luna los observa, iluminando sus rostros. Arriba, más arriba, los dioses, en silencio, intercambian miradas plagadas de sentimientos. Rodeados por cientos de miradas. Ahí, en el centro de todos. Sus brazos la rodean. Sus manos la acarician. Sus labios se separan y susurran algo que ella no alcanza a percibir. Sus ojos se buscan y encuentran. Y, mientras siguen así, ignorando todo lo que ocurre a su alrededor, ella recuerda aquella noche en la que él la acarició por primera vez. Aquella noche en la que sus manos recorrieron su cuerpo. Aún recuerda sus palabras, susurrantes. Esas palabras que ella fingió no escuchar. Pero ahí están, en el centro de todas las miradas. Ahí están, recordando viejos momentos sin hablar. Ahí están, palabras mudas. Adrenalina. Ella vuelve a sentir esa adrenalina recorriendo su cuerpo, la misma que lo hacía cuando él posó sobre su cuerpo nervioso y tembloroso su mano, mientras a cien kilómetros de velocidad sobre el asfalto hicieron algo que no debían. Esa noche podían haber muerto. Nervios. Esos nervios que intentó ocultar sin éxito en aquella llamada telefónica. Lágrimas ahogadas que desencadenaron en un millón de confesiones. "Podríamos morir en estos instantes, pero no me importaría hacerlo si estoy contigo". Recuerdos que florecen de sus ojos. Y sonríen. Sonríen, porque había pasado demasiado tiempo. Sonríen, porque de nuevo hay promesas, sin kilómetros entre ellos. Sonríen porque, a pesar de estar rodeados, ellos dos se han entendido. El olor impregnado en las ropas de ella. El corazón
bombeante en el fondo de él.